Los guardias en la sierra
Cuento de Manuel Chaves Nogales, inédito desde 1922.

Como los chicos corrían más llegaron antes al refugio. Aquello de esconderse de los aviones no pasaba de ser para ellos un juego divertido. El padre y le madre tanto ajetreo. Aquello era insoportable. ¿Cuántas veces el día tenían que abandonar sus quehaceres para ir a meterse en los sótanos del caserón designado como refugio para los vecinos de aquel viejo rincón de Bilbao? Le vida se les hacía imposible. Los aviones bombardeaban la villa de hora en hora y en ocasiones los cuatro toques de sirena que anunciaban el cese del peligro eran seguidos de una nueva señal de alarma porque otra escuadrilla venía a relevar a la que en aquellos momentos se alejaba después de derramar su carga mortífera sobre las viviendas hacinadas de los barrios populosos en cuyas entrañas se apiñaba estremecida una abigarrada muchedumbre que no obstante las rigurosas órdenes dictadas para que se guardase silencio en los refugios promovía una algarabía formidable, un espantoso guirigay en el que se destacaban los llantos desgarrados de los nidos, las voces broncas de los padres agrupando a su prole y los gritos histéricos de las mujeres que clamaban a todos los santos de la corte celestial contra aquel castigo que les llovía del cielo.

En el breve intervalo que solía haber entre el toque corto de alarma y los tres largos toques que señalaban la presencia del peligro, los chicos, que conocían ya de sobra el camino del refugio, atravesaban la calle en dos saltos y se metían bulliciosos en el sótano contentos de encontrarse de nuevo reunidos con los demás chicos de la vecindad en aquel estrecho recinto que tenía para sus imaginaciones infantiles el prestigio de un misterioso subterráneo de algún palacio encantado. La madre, que antes de abandonar su cocina se obstinaba en dejar recogidos sus pucheros y el padre que iba e esconderse siempre de mala gana y un poco humillado, no llegaban nunca al refugio más que cuando ya la primera explosión sacudía el ámbito de la ciudad e iba retumbando de montaña en montaña con pavoroso estruendo. Por eso, porque las cuatro criaturitas estaban ya dentro del refugio y el padre y la madre, rezagados, no habían entrado aún, fue por lo que el Destino pudo hacer aquella espantosa jugarreta.

Una bomba de ciento cincuenta lilas, lanzada por un avión, fue a caer sobre el tejado del refugio, traspasó como si fuesen de papel los pisos del caserón y explotó, sobre las cabezas del medio millar de seres hacinados en los sótanos. Tembló la tierra como si sus entrañas se hubiesen desgarrado; tejas, ventanas y chimeneas fueron escupidas al cielo y entre aquella masa de humo negro que se estiraba violentamente hacia lo alto en un instante y luego se abullonaba vencida aparecieron los recios muros heridos de muerte por las anchas grietas que abrió en ellos la explosión de la dinamita. Aquellas grietas se agrandaron en unos segundos y cuando ya por ellas se le veían las tripas al caserón, los altos paredones se inclinaron solemnes y se abatieran con pavoroso estruendo alzando al llegar al suelo una gran nube blanca que lo borró todo. Ya no se vio más.

El padre y la madre, que presenciaron paralizados por el espanto aquella fantasmagoría apocalíptica fueron cegados por densas oleadas de polvo y humo y cayeron al fin, batidos por la lluvia de tierra, hierros y maderos que el cielo devolvía. Pasó el tiempo. El avión niquelado brillaba al sol como un juguete, allá a lo lejos, junto a las crestas del Sollube. La gran nube de polvo y humo se elevaba lentamente sobre el barrio viejo de Bilbao y los ojos de los bilbaínos, agrandados por el terror, iban descubriendo la magnitud de la catástrofe. El caserón se había desplomado y no quedaba de él más que un montón ingente de cascote, vigas de hierro retorcidas, maderos astillados y plancha de cemento cuarteadas. Debajo, había medio millar de seres humanos: todos los infelices que se habían refugiado en el sótano. Sacudiéndose la tierra que casi le había sepultado, ciego, medio asfixiado, con la cabeza turbia y el cuerpo magullado por el cascote que le había caído encima, el padre se incorporó penosamente y poco menos que a rastras llegó hasta el montón humeante de ladrillos y bloques de cemento y se puso e gritar llamando desesperadamente a sus hijos. Trepó por aquella montaña informe dando alaridos espantosos. Los últimos paredones se desplomaban en torno suyo. A través de las nubecillas de polvo que cada derrumbamiento levantaba, se le veía saltar de un lado para otro manoteando y llamando a sus hijos con voces patéticamente inarticuladas que ahogaba el sordo rumor del corrimiento de los escombros que iban poco a poco estabilizándose hasta formar una pirámide abrupta en cuya base se quedaban sepultados aquellos centenares de infelices que huyendo de los aviones se habían guarecido en los sótanos de la casa derrumbada.

Con el rostro cubierto de sangre, las ropas en jirones y las manos destrozadas, aquel hombre enloquecido removía furiosamente los ladrillos y los hierros retorcidos gritando cada vez con voz más ronca y más débil:

—¡José Mari! ¡Chomin! ¡Iñasio! ¡Carmenchu!

Los primeros vecinos que se atrevieron a llegar hasta allí tuvieron que luchar a brazo partido para sujetar a aquel loco furioso que, con las uñas ensangrentadas, forcejeaba desesperadamente cara mover los enormes bloques que tapaban lo que fue entrada del refugio.

La noticia de la catástrofe corría por todo Bilbao y centenares de personas acudían a prestar auxilio. Un hormiguero de seres atemorizados comenzó a remover aquella montaña de escombros, pero la confusión y la angustia dificultaban el salvamento. Cada cual removía el montón de cascote por donde se le antojaba. Hasta que acudieron los bomberos y unas cuadrillas de obreros con herramientas, no se hizo nada eficaz. Siguiendo las indicaciones de los técnicos se comenzó a abrir a golpe de pico un camino hacia el lugar más accesible del sótano.

Pronto se oyeron las voces débiles y lejanas de los que estaban sepultados. El equipo de salvamento trabajó entonces con brío redoblado y al cabo de unos minutos de angustia silenciosa en los que sólo se oían los golpes secos de los picos y los azadones y el jadear fatigoso de los que febrilmente los manejaban, se consiguió apartar los enormes bloques de cemento que habían sepultado en vida a tantos seres infelices.

Por el boquete abierto asomó primero una cabecilla calva, en cuya boca desdentada ponía el terror una mueca espantosa. Apenas lo izaron cogiendo al hombre por debajo de los sobacos, aquella cabeza se tronchó sobre el pecho, roto al fin el resorte de la angustia que la había mantenido erguida. Salieron después por aquel boquete hasta treinta o cuarenta personas; casi todas ellas apenas se veían a salvo se desplomaban inertes. Una mujer llevaba en brazos un niño de dos años con los ojazos azules muy abiertos y los bracitos colgando, al que vanamente intentaba reanimar con sus besos. Se lo quitaron del regazo antes de que se diese cuenta de la inutilidad de sus caricias.

Los que salieron por su pie de aquel agujero no llegaron al medio centenar y, sin embargo, en el refugio debía haber, al ocurrir la explosión, de trescientas a quinientas personas. Los bomberos agrandaron el boquete y se metieron en el sótano, de donde fueron extrayendo a los que allí yacían, unos desmayados, otros heridos, muertos otros. Así y todo no se encontró más de un centenar de personas. La bóveda del sótano se había hundido por el centro y los refugiados habían quedado incomunicados a uno y otro lado.

Pero simultáneamente al salvamento intentado por aquel lugar, los infelices que quedaron sepultados al otro lado del sótano se habían ido abriendo camino con las uñas a través de los escombros y pronto se pusieron en comunicación con el exterior. Dentro quedaron únicamente los que estaban heridos y aprisionados por el cascote y los que habían muerto en su mayoría asfixiados. Fueron extrayéndose sus cuerpos inertes y colocándoseles en unas parihuelas que eran alineadas a lo largo de una pared frontera. Los vecinos que no habían encontrado aún a sus deudos recorrían horrorizados aquella fila de máscaras espantosas talladas por la muerte en las que buscaban los rasgos de los seres queridos. El padre aquel cuyos cuatro hijos, José-Mari, Chomin, Iñasio y Carmenchu, habían entrado en el refugio segundos antes de la explosión, rendido al fin, agotadas sus fuerzas, recorría con la mirada perdida la fila de las víctimas que se extendía a lo largo del muro: tras él, pálida como una muerta y con los ojos secos, iba le madre. Ella fue la que vio primero con sus ojos voraces aquella camilla en la que traían a dos de sus hijuelos: José-Mari y Chomin, abrazados para siempre: estaban como cuando se dormían en su cunita: las cabezas juntas, los brazos del mayor, José-Mari, cubriendo el cuerpecillo menudo del pequeño Chomin. Los vio un instante y cayó como fulminada por el rayo.

Unos vecinos piadosos se la llevaron de allí. Por eso no vio cómo después sacaban, cogiéndolo a puñados, el cuerpecillo destrozado también de Iñasio. El padre, sí. Lo vio y palpó con sus manos temblorosas aquella cabecita tierna espantosamente machacada. Cuando se lo quitaron de entre las manos so quedó anonadado, insensible. Superada su capacidad de dolor, más allá del horror, y del sufrimiento, consideraba con un frío estupor la catástrofe, incapaz ya de sentir más. Había visto los cuerpos destrozados de sus tres hijuelos varones y se maravillaba tanto de haber podido verlo como de poder pensar en ello con aquella calma, aquella serenidad mortal que le invadía. ¿Y su hija? ¿Y su Carmenchu?

Ya nada podía aterrarle. Vagaba al azar sobre las ruinas removiendo con el pie los escombros y a cada instante esperaba encontrar el cuerpo destrozado de su hija entre aquel revoltijo de hierros, maderos y cascote; lo esperaba ya sin horror; aceptando la tremenda posibilidad con una espantosa sangre fría.

Cayó la tarde y, busca que te busca entre el cascote, vino la noche. Los trabajos de salvamento continuaban agobiosos. Además de los cincuenta y tantos cadáveres retirados ya de entre los escombros faltaban aún veinte o treinta personas que positivamente habían estado en el refugio el ocurrir el hundimiento y aun no habían sido encontradas ni muertas ni vivas. Sus deudos, desesperados, vagaban como él entre las cuadrillas de obreros que seguían trabajando a la luz cruda y espectral de los mecheros de acetileno. Poco a poco fueron marchándose los meros curiosos. Los mismos familiares de los desaparecidos, agotados, desistían de la angustiosa y estéril búsqueda. Es inútil, decían los más sensatos. Quienes estén aún sepultados no pueden seguir viviendo. Seguramente han perecido ya. Mañana al ser de día se encontrarán sus cadáveres.

—Entre esos cadáveres –pensaba el padre aquel– estará el de mi Carmenchu.

Pero se resistía a alejarse del siniestro paraje. Las cuadrillas de obreros seguían trabajando. Se acercó a una de ellas. Los hombres luchaban tenaces por abrirse camino.

—Es inútil –resollaba uno–; necesitaríamos tres das para remover todo esto; los bloques desprendidos son enormes; sería mejor emplear la dinamita.

—¿Y si hay gente con vida aún?

—¡Qué va a haber ya a estas horas!

Uno de los obreros se fijó entonces en el padre aquel que les escuchaba absorto. Se callaron apesadumbrados y redoblaron el esfuerzo. El padre se alejó silencioso con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

Un poco más allá creyó advertir que los que trabajadores habían encontrado algo. Se acercó con una glacial desesperanza cuajada en los ojos. El grupo de trabajadores se apiñaba en torno a un agujero. Dieron voces.

—¿Qué habéis encontrado?

Otra víctima.

—Viva o muerta.

—¡Muerta, hombre, muerta!

El grupo de los que trabajaban para extraer el cadáver no le dejaba acercarse. Oyó una voz que decía:

—¡Es una muchacha! ¡Pobre!

El padre entonces apartó furioso a los que estaban de él y se metió en el agujero gritando.

—¡Mi hija! ¡Mi Carmenchu!

Quisieron llevárselo de allí, pero no había fuerzas humanas capaces de arrancarle. Debatiéndose con los que intentaban apartarle se acercó a su hija.

El mechero de acetileno colocado en el fondo de aquel agujero producía un deslumbrante entrecruzamiento de sombres duras y haces de luz blanca y fría. Se tiró de bruces y asomando la cara por el cruce de unos maderos vio al fin el rostro de cera de Carmenchu al que aquella 1uz daba una lividez espectral. Tenía el cuello doblado en un escorzo difícil y reposaba la cabeza sobre una viga de hierro que había quedado cogida entre dos enormes bloques de cemento. Uno de aquellos bloques pesaba sobre el tierno cuerpecillo.

—¡Carmenchu! ¡Mi Carmenchu! –gritaba el padre como un poseído, intentando vanamente llegar con las manos extendidas hasta aquella cabeza de la que le separaba aún la maraña de hierros y cascote.

—¡Carmenchu!

Entonces, a la luz deslumbradora del acetileno se vio lo inconcebible. ¿Era una alucinación? La niña había abierto los ojos y sus labios se habían movido. ¡Carmenchu! –rugió el padre.

—¡Está viva! ¡Está viva! –gritaron fosos.

Con una fuerza insospechable el hombre aquel apartó los hierros y los maderos que le separaban de su hija, y alargó las manos temblorosas hasta tocar su cabellera rubia. Sintió la niña la caricia y volvió a plegar los labios como si sonriese.

—¡Vive! ¡Vive! –gritaba el padre estremecido de pies a cabeza.

Se puso a quitar con ímpetu los escombros amontonados que tapaban el cuerpo de la niña, de la que sólo se veían la cabeza doblada hacia atrás y un brazo.

El equipo de salvamento agrandó el hoyo anual en unos segundos y pronto estuvieron rodeando a la muchacha sepultada cinco o seis hombres que afanosamente apartaban el cascote que la cubría. Se vio entonces que el cuerpecito de la inocente estaba aprisionado por un bloque enorme de cemento, que si bien había resbalado sobre la viga de hierro en que la niña apoyaba le cabeza ladeándose, gracias a lo cual no la había aplastado, debía estar gravitando por su parte inferior sobre las piernecitas de le infeliz criatura. El padre intentó inútilmente mover aquella mole.

—¡Papá! –dijo Carmenchu–. ¡Papá, sácame de aquí.

Juntaron todos sus esfuerzos y quisieron levantar el bloque de cemento. Estaba empotrado en otros bloques análogos y apenas consiguieron moverlo. En cambio, la niña abrió los ojos desmesuradamente y luego las cerró haciendo rodar la cabeza sobre la viga en que la apoyaba.

—¡Cuidado! –gritó uno–. ¡Si movemos el bloque podemos matarla!

—¡Que venga un médico!

—¡Un ingeniero para dirigir la maniobra!

—¡Una grúa!

—¡Más hombres!

—¡Lo que sea!

—¡Salven, salven ustedes a mi hija! –pedía de rodillas el padre.

Vino el jefe de los trabajos de salvamento. Para sacar de allí a la criatura sin hacerle daño había que levantar primero una serie de bloques de cemento y vigas de hierro que se empotraban los unos en los otros. Era, a lo menos, una hora de trabajo. ¡Manos a la obra! ¿Tendría la pobre víctima resistencia para esperar?' Mientras se oían las voces de mando de los capataces y el resuello de los obreros que empujaban los bloques acudió el médico, quien después de pulsar aquel brazo inerte se apresuró a ponerle unas inyecciones de aceite alcanforado. La vida se le escapaba.

Reanimada por las inyecciones la niña abría los ojos e intentaba son reír a su padre que le pasaba las manos destrozadas y temblonas por la frente. Oíase el jadear angustioso de los hombres que removían los bloques. A veces una masa de escombros falta de apoyo rodaba hasta el fondo del agujero levantando una nubecilla de polvo que ponía un halo blanquecino en torno a la llama de la lámpara. El padre cubría la cabeza de la niña con su cuerpo y suspiraba:

—¡Hasta cuándo! ¡Hasta cuando!

Media hora después, el médico tuvo Que poner una nueva inyección a la niña para reanimar su corazón, que poco a poco se debilitaba. El padre junto a ella le murmuraba el oído palabras incoherentes de esperanza y alegría.

—¡Mi Carmenchu! Estate quietecita que dentro de nada ya no sufrirás más. Te vamos a sacar ahora mismo y te curaremos muy bien para que no te duela… Vendrás a casa y podrás jugar y correr y divertirte… Se acabará la guerra… y tendrás un vestido bonito… y no habrá aviones ni bombas… e iremos el bosque y a la playa… y nos reiremos mucho, mucho. ¡Porque ya no habrá guerra!

La niña escuchaba con los ojos cerrados aquella letanía pueril que debía llegar como una brisa hasta el fondo de su alma en lucha por desasirse de aquel cuerpecillo mutilado. Los hombres rudos que forcejeaban para apartar los escombros tenían lágrimas en los ojos. Cuando al fin consiguieron dejar libre y descarnado el bloque de cemento que aprisionaba a la niña habían pasado dos horas y estaba ya amaneciendo.

Agrupáronse entonces todos ellos y en medio de un silencio imponente se oyó la voz de mando de un capataz, resonó unánime el estertor de aquellos pechos contraídos por el esfuerzo y el bloque fue alzado en vilo. El padre tiró suavemente de la criatura y con ella en brazos, estrechándole contra su pecho, salió de la hoyanca y se sentó en un promontorio de escombros mientras el médico, de rodillas ante él, examinaba las horribles magulladuras que tenía el breve cuerpecillo. La claridad difusa del alba luchaba ya con la masa de luz compacta del mechero de acetileno. El médico suspendió de improviso su exploración de las heridas, pulsó la muñeca de Carmenchu que colgaba inerte y después se irguió sin decir palabra. El padre le miraba fijamente a los ojos sin atreverse a preguntar.

En aquel instante hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer. Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos refulgentes de una escuadrilla de aviones. Las sirenas marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres, como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres se obstinaban en destruir. Sobre acuella desolación de escombros no quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.

Los aviones de bombardeo se abatieron como aves de presa sobre el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y, en medio de aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta entre les brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado por aquella monstruosa concepción de la guerra total.

Cuando los aviones de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños aviones de caza que volando e ras de los tejados barrían las calles con el plomo de sus ametralladoras. Uno de aquellos aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo, el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la rociada de plomo de su ametralladora.

Las balas fustigaron el aíre y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El dolor le había hecho invulnerable e invencible.